El día 1 de marzo de 2016 el nuevo
gobierno argentino de centro derecha del Presidente Macri firmaba un acuerdo preliminar
con los fondos buitre, conocidos también como holdouts o acreedores discrepantes
de los acuerdos de reestructuración de la deuda en 2005 y 2010. Y unas semanas más tarde, tras la visita histórica a
Cuba, el presidente de los EEUU Obama se desplazaba a Buenos Aires para mostrar
su complacencia con el signo neoliberal del nuevo presidente tras los primeros
cien días. Pero en la rueda de prensa conjunta, ante la pregunta de algún
periodista sobre el viejo conflicto de los acreedores recalcitrantes con
Argentina, el mediático Obama mencionaba los “vulture funds” o fondos buitre, la expresión utilizada con
frecuencia por la anterior presidenta para denunciar el carácter depredador de
ciertos fondos de inversión especulativa.
Y así se congraciaba con los argentinos que tanto han sufrido las
amenazas de esos buitres que han acosado al país del Cono Sur por tierra, mar y
aire, como he analizado en un capítulo de mi libro sobre Los fondos buitre.
Más aún, varias semanas antes, el
potente lobby de los grandes bancos globales con sede en Washington, el
Instituto de Finanzas Internacionales (conocido por sus siglas en inglés, IIF)
presidido ahora por el máximo ejecutivo del HSBC, hacía pública una declaración
mostrando su satisfacción por las ofertas negociadoras realizadas por Mauricio Macri
a estos fondos; y alentando al gobierno hacia nuevos pasos que permitieran a
Argentina el pleno acceso de los mercados financieros mundiales.
Incluso días después de esta declaración
del IFI vendría la nueva decisión del juez federal Griesa del Distrito Sur de
Nueva York de levantar las prohibiciones sobre Argentina, dictadas desde 2014
presionando para el pago al grupo de fondos buitre que reclamaba el cien por
cien del valor nominal más intereses de los bonos viejos argentinos, adquiridos
en el mercado secundario a precio de saldo; lo que suponía aplicar una
sentencia que concedía una ganancia de más del 1.600 por ciento de las “inversiones” para
los depredadores financieros. Y cuyo cumplimiento habría supuesto la quiebra
del Estado argentino porque anulaba en la práctica las reestructuraciones de la
deuda externa de 2005 y 2010, aceptadas por el 93 por ciento de los acreedores
internacionales y que pusieron fin al impago de la deuda en la crisis de 2001,
provocado por el sobreendeudamiento que arrastraba Argentina desde la Dictadura
militar y las políticas neoliberales de Carlos Menen.
En resumen, el entramado de Washington y Wall Street, incluidos los jueces
federales neoyorquinos, se ha apresurado a apoyar a un gobierno neoliberal
latinoamericano para lograr el restablecimiento de la implacable lógica del
mercado financiero con un coste abusivo para el Tesoro de un Estado deudor que
superó su crisis histórica.
Un rentable negocio financiero
El referido
acuerdo preliminar suscrito con los cuatro mayores fondos buitre (Elliott,
Aurelius Capital, Davidson Kempner y Bracebridge Capital) liderados por Elliott
Management de Paul Singer, significa el pago por Argentina de 4.653 millones de
dólares para resolver prácticamente todas las
demandas con sentencias favorables de los tribunales de Estados Unidos,
más un pago por separado por valor de 235 millones de dólares para resolver las
reclamaciones fuera del Distrito Sur de Nueva York y otros gastos generados
durante la disputa. Desconocemos los números finales, pero sin duda esos
“inversores” en deuda pública lograran una rentabilidad muy superior a la que
habrían alcanzado vendiendo sus bonos en el mercado secundario. Y superior a la
que habrían obtenido del anterior gobierno con el que se negaron a dialogar.
El
acuerdo habrá de ser aprobado por el
Congreso argentino que habrá de derogar o suspender la aplicación de dos leyes
que prohíben que el país pague a los acreedores discrepantes en condiciones
mejores que las acordadas para las reestructuraciones de la deuda en 2005 y
2010. Un blindaje que los gobiernos Kirchner establecieron como justa garantía para
aquella mayoría de inversores que aceptaron la quita en las reestructuraciones
y que el nuevo gobierno se ha comprometido a suprimir.
Ciertamente el nuevo acuerdo pondrá fin
a 15 años de acoso a un pueblo traumatizado por el colapso de 2001, pero en
beneficio de esos fondos que especulan con la crisis económicas e
institucionales de los países. Principalmente se pretende ignorar que aquellos
acuerdos de reestructuración de la deuda externa permitieron que Argentina
saliera del pozo donde le había llevado una historia trágica. Aquel canje de
bonos viejos impagados por bonos nuevos de 2005 y 2010, significaron aceptar 30 centavos por
cada dólar, lo que terminó siendo un buen negocio que permitió que Argentina
pudiera crecer ininterrumpidamente en la última década y así pudo pagar todos
los vencimientos acordados como nunca antes en su historia; y simultáneamente
esta mayoría del 93 por ciento de acreedores salió beneficiada por la mayor rentabilidad
efectiva de los nuevos bonos.
Sin
embargo, el acuerdo suscrito pretende olvidar que desde hace 15 años el grupo de fondos buitre ha acosado a
Argentina con
campañas internacionales de descrédito y con demandas ante los
tribunales reclamando el importe del valor nominal de los bonos aun cuando los
habían adquirido a precio de saldo en el mercado secundario. Han buscado la
rentabilidad de su inversión no en el mercado sino frente al Tesoro argentino.
Y durante la larga batalla legal de estos acreedores han tratado de lograr el embargo
de todo, desde fragatas de la Armada argentina y el avión presidencial hasta
los fondos de la Seguridad Social en Nueva York, para recuperar el importe
desmesurado reclamado. Toda una serie de acciones y litigios en
relación con los bonos emitidos por Argentina que han representado “una muestra fascinante de lo que puede
ocurrir cuando un acreedor disconforme bien financiado está descontento con el
acuerdo ofrecido por un deudor en apuros”, afirmaban en 2014 dos
profesionales de este sector. Toda una lección para países sobreendeudados.-
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