La autora de este ensayo es la economista Miatta Fahnbulleh, de
nacionalidad liberiana y británica, y actual Directora ejecutiva de la New Economics
Foundation. Y está publicado en el número de Enero-Febrero 2020 de la revista
Foreign Affairs. Nos permitimos difundir aquí su traducción íntegra por su
singular clarividencia y por su particular interés en la actual coyuntura europea
tras el Brexit, el conflicto de los chalecos amarillos en Francia y el inicio
del primer gobierno de coalición de la izquierda transformadora en España y
otros eventos significativos de la crisis de la política occidental.
El capitalismo está en
crisis. Hasta hace poco, esa convicción se refería solo a la izquierda. Sin
embargo, hoy ha ganado fuerza en todo el espectro político en las economías
avanzadas. Los economistas, los responsables políticos y la gente corriente
cada vez más se han ido dando cuenta que ha llegado a su límite el
neoliberalismo, un credo basado en la fe en los mercados libres, la
desregulación y el gobierno pequeño, y que ha dominado las sociedades durante
los últimos 40 años.
Esta crisis llevaba mucho
tiempo cociéndose, pero surgió a la luz con las consecuencias del colapso
financiero global de 2007–8 y la recesión mundial que le siguió. En los países
desarrollados de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico
(OCDE), el crecimiento económico en la última década dejó de beneficiar a la
mayoría de las personas. A finales de 2017, el crecimiento de los salarios
nominales entre los países miembros de la OCDE era solo la mitad de lo que era
una década antes. Se estima que más de una de cada tres personas en esos países
son económicamente vulnerables, lo que significa que carecen de los medios para
mantener un nivel de vida igual o superior al nivel de pobreza durante al menos
tres meses. Mientras tanto, en esos países, la desigualdad de ingresos es más
alta que en cualquier otro momento del último medio siglo: el diez por ciento
más rico posee casi la mitad de la riqueza total, y el 40 por ciento inferior
posee solo el tres por ciento.
Los defensores del
neoliberalismo señalan con frecuencia que, aunque las décadas de estancamiento
salarial y concentración de la riqueza han llevado a una desigualdad creciente
en los países desarrollados, durante este mismo período de tiempo se ha visto
un aumento dramático de la prosperidad a escala global. Argumentan que más de
mil millones de personas han salido de la pobreza extrema debido a los avances
tecnológicos, las inversiones y la prosperidad que fueron posibles gracias a la
expansión de los mercados libres. Sin embargo, este argumento no tiene en
cuenta el papel fundamental que los gobiernos han desempeñado en ese cambio a
través de la provisión de educación, de atención médica y de empleo. Se puede
decir que tales intervenciones estatales han sido tan decisivas para elevar el
nivel de vida como la mano invisible del mercado. Esta defensa también ignora
el hecho de que, a pesar de los muchos avances en prosperidad, la concentración
masiva de riqueza y la asombrosa desigualdad continúan conformando la economía
global: menos del uno por ciento de la población mundial posee el 46 por ciento
de la riqueza mundial, y el 70 por ciento más pobre posee menos de tres por
ciento.
La desigualdad siempre ha
sido una característica de las sociedades capitalistas; y la gente ha estado
dispuesta a tolerarla siempre y cuando sintieran que su calidad de vida estaba
mejorando, sus oportunidades se expandían y sus hijos podían esperar hacerlo
aún mejor que ellos, esto es, siempre y cuando todos los proverbiales barcos se
reflotaran. Cuando eso dejó de suceder en las últimas décadas, se alimentó la
percepción creciente de que el sistema es injusto y no funciona en interés de
la mayoría de las personas. La frustración acumulada ha llevado a un clamor por
el cambio, incluida una nueva receptividad a los ideales socialistas que
durante mucho tiempo han sido marginados o incluso considerados tabú. Recientemente
en el Reino Unido, por ejemplo, el 53 por ciento de las personas encuestadas
dijeron que creían que la economía se había vuelto más injusta en la última
década. El ochenta y tres por ciento dijo sentir que la economía funcionaba
bien para los ricos, pero solo el diez por ciento dijo que funcionaba para las
personas nacidas en familias pobres. Y las ideas como la restauración de la propiedad
pública de los servicios públicos esenciales que se privatizaron en las últimas
décadas, como los ferrocarriles, los servicios eléctricos y las compañías de
agua, están ganando terreno, con más del 75 por ciento de las personas
encuestadas apoyando ese paso. Mientras tanto, en los Estados Unidos, una
encuesta de Gallup de 2018 descubrió que entre los estadounidenses de 18 a 29
años, el socialismo tenía una tasa de aprobación más alta (51 por ciento) que
el capitalismo (45 por ciento). "Esto representa una disminución de 12
puntos en las opiniones positivas de los adultos jóvenes sobre el capitalismo
en los últimos dos años", señalaba Gallup, "y un cambio marcado desde
2010, cuando el 68 por ciento lo veía positivamente".
El neoliberalismo no le está fallando solo a la gente:
le está fallando a la Tierra.
Desde luego, un simple
renacimiento de la agenda socialdemócrata de la era de la postguerra no sería
suficiente. Por una razón, el énfasis de ese período en la autoridad central y
la propiedad estatal va en contra de la demanda generalizada en las economías
desarrolladas de un mayor control local y colectivo de los recursos. Sin
embargo, quizás lo más importante sea la necesidad de afrontar un desafío que
los modelos socialdemócratas de postguerra no tuvieron que tener en cuenta: la
amenaza que representa el cambio climático y la catastrófica degradación
ambiental. Después de todo, el neoliberalismo no le está solo fallando a la
gente: le está fallando a la tierra. Debido en gran parte a los niveles masivos
de consumo y al uso de combustibles fósiles requeridos por un modelo económico
que prioriza el crecimiento por encima de todo, el cambio climático ahora pone
en peligro el futuro de la existencia humana. El año pasado, el Panel
Intergubernamental sobre el Cambio Climático concluyó que el mundo apenas dispone
de más de una década para reducir a la mitad las emisiones de carbono, si la
humanidad tiene alguna posibilidad de limitar el aumento en promedio de las
temperaturas globales a 1.5 grados Celsius por encima de los niveles
preindustriales, un punto más allá del cual el daño a los sistemas humanos y
naturales sería devastador y en gran medida irreversible.
Al igual que el colapso
económico que ha afectado a la calidad de vida de las personas, el deterioro
ambiental está enraizado en la crisis del capitalismo. Y ambos desafíos
pueden abordarse adoptando un modelo económico alternativo, pero que responda
al hambre de una reforma genuina adaptando los ideales socialistas a la era
contemporánea. Un nuevo modelo económico debe priorizar un entorno natural
próspero y saludable. Debe ofrecer mejoras en el bienestar y garantizar a todos
los ciudadanos una calidad de vida decente. Debe ser construido por empresas
que planifiquen a largo plazo, busquen servir un propósito social más allá de
aumentar las ganancias y el valor para los accionistas, y se comprometan a dar
voz a sus trabajadores. El nuevo modelo empoderaría a las personas y les
otorgaría una mayor participación en la economía al establecer la propiedad
común de los bienes públicos y la infraestructura esencial y al alentar la
propiedad cooperativa y conjunta de las empresas privadas administradas
localmente. Esto requiere un estado activo pero descentralizado que delegue el
poder al nivel de las comunidades locales y permita a las personas actuar
colectivamente para mejorar sus vidas.
El Reino Unido ofrece un
interesante caso de estudio de cómo se desarrolla la crisis del capitalismo.
Allí, como en los Estados Unidos, los gobiernos de centroderecha y
centroizquierda han pasado décadas siguiendo una receta neoliberal de recortes
de impuestos, beneficios sociales reducidos y desregulación, con mucho más
entusiasmo que la mayoría de los otros países europeos que tienen tradiciones e
instituciones socialdemócratas más fuertes. Como resultado, el colapso
neoliberal ha sido particularmente doloroso en el Reino Unido, donde las
personas son en promedio más pobres hoy que en 2008, ajustándose a la
inflación. La deuda de los hogares británicos es más alta de lo que era antes
de la crisis financiera, ya que más personas solicitan préstamos solo para
subsistir y viven en la pobreza la asombrosa cifra de 14,3 millones de
personas.
Para muchos británicos, el
referéndum de 2016 sobre si abandonar la Unión Europea sirvió como una salida
para su descontento y enojo ante un sistema fallido. El voto a favor del Brexit
fue un mensaje claro de las comunidades bajo presión de que el statu quo
necesitaba cambiar. Más de tres años después, esta inquietud continúa
creciendo, abriendo espacio para cambios más radicales en la política interna,
como lo demuestra el reciente abrazo de ideas del Partido Laborista que alguna
vez se consideraron demasiado arriesgadas, como la renacionalización de las
empresas de servicios públicos y la establecimiento de una compañía
farmacéutica estatal.
Pero incluso en el Reino
Unido, las plataformas políticas se han quedado atrás de las demandas públicas
de un cambio significativo. Lo que se necesita en las economías desarrolladas
de todo el mundo no es retocar los bordes, sino una reforma a gran escala de la
relación entre el estado, la economía y las comunidades locales. El primer paso
sería un New Deal verde global: una movilización masiva de recursos para
descarbonizar y al mismo tiempo crear millones de empleos y elevar el nivel de
vida. El objetivo debe ser emisiones de carbono netas de cero dentro de diez a
15 años, lo que requerirá que los gobiernos realicen inversiones significativas
en infraestructura verde, como parques eólicos en tierra y en alta mar y redes inteligentes
de energía; en nuevas tecnologías como la captura y almacenamiento de carbono;
y al capacitar a los trabajadores para que desarrollen las habilidades que
necesitarán para los empleos que creará una economía verde, como instalar
aislamientos, mantener sistemas de energía renovable y reacondicionar y
restaurar bienes usados.
Los responsables políticos
también deberán crear incentivos para que las empresas reduzcan su uso de
carbono al reemplazar los subsidios para combustibles fósiles con exenciones de
impuestos para el uso de energías renovables. Las nuevas regulaciones, como las
normas de construcción sin carbono o las cuotas para el uso de energía de
combustibles fósiles, ayudarían a doblar los mercados que han tardado en actuar
en respuesta a la crisis climática. Y los bancos centrales deberán alentar a
los mercados financieros a desinvertir en los combustibles fósiles a través de
políticas más estrictas de orientación crediticia, incluida la limitación de la
cantidad de crédito que se puede utilizar para apoyar la inversión en
actividades intensivas en carbono y establecer cuotas para la cantidad de
financiación que debería fluir hacia la baja inversión en carbono.
La rabia ante un sistema fallido ha abierto espacio
para cambios radicales en la política interna.
Para impulsar los débiles salarios,
los gobiernos deberían utilizar todas las palancas del Estado (impuestos
corporativos, regulaciones salariales y subsidios) para incentivar u obligar a
las empresas a pagar a sus trabajadores de manera justa. Una parte justa de las
recompensas de su trabajo debería venir no solo en forma de salarios más altos
sino también en reducciones en la jornada de trabajo, con un cambio a una semana
laboral promedio de cuatro días, que los gobiernos pueden lograr al aumentar
los días festivos por ley. Al mismo tiempo, debe fortalecerse el poder de los
trabajadores para proteger sus intereses, exigiendo a todas las empresas que reconozcan automáticamente a los sindicatos y otorgándoles a los trabajadores
derechos legales más sólidos para organizarse, negociar colectivamente y hacer
huelga. Los trabajadores también deben obtener una mayor propiedad de las
organizaciones que los emplean. Los gobiernos deberían ordenar fondos de la
propiedad de los empleados, que transfieran una parte de las ganancias de una
empresa, en forma de capital, a un fideicomiso que es propiedad colectiva de
los trabajadores. A través del fideicomiso, los trabajadores recibirían
acciones en la empresa, al igual que cualquier accionista. Esas acciones
vendrían con derechos de voto, permitiendo a los empleados convertirse en los
accionistas dominantes en todas las empresas a lo largo del tiempo, con el
poder de dar forma a la dirección de las empresas donde trabajan. En el Reino
Unido, un número creciente de empresas, incluida la cadena de grandes almacenes
John Lewis, el minorista de entretenimientos en el hogar Richer Sounds y la
firma de consultoría Mott MacDonald, ya están cosechando los beneficios de
poner la propiedad en manos de los trabajadores: una mayor productividad, mejor
retención y compromiso de los trabajadores, y mayores ganancias.
Sin embargo, un nuevo
contrato social con los ciudadanos debe extenderse más allá del lugar de
trabajo, con el objetivo final de establecer un "estado de bienestar"
que brinde a todos, lo básico necesario para mantener una calidad de vida
decente. Esto requeriría una mayor inversión en los productos básicos del Estado
de bienestar, que se han debilitado bajo los gobiernos neoliberales, como el
acceso universal garantizado a una atención médica y a una educación de alta
calidad. Pero el nuevo enfoque iría más allá de esos elementos familiares al
ofrecer acceso universal al cuidado de los niños, el transporte público y la protección
de ingresos mínimos, es decir, un umbral por debajo del cual los ingresos de
nadie puedan caer con independencia de si una persona está empleada. Estas
expansiones del Estado de bienestar deberían ser financiadas a través de
impuestos progresivos que elevarían la carga impositiva sobre aquellos que más
pueden pagarlos, al aumentar los tipos máximos de los impuestos sobre la renta
y corporativos y mediante la tributación sobre la riqueza, como las ganancias
de capital, al mismo nivel que las rentas.
EL PODER PARA LA GENTE
Sin embargo, las políticas
de arriba hacia abajo no serán suficientes para estimular el tipo de
transformación que debe tener lugar en los países desarrollados para sacudir
verdaderamente el estancamiento y el declive neoliberal. Esas sociedades
también deben volverse más democráticas, con poder y recursos distribuidos a
los gobiernos regionales y locales, más cerca de las personas en las comunidades
a las que sirven. Esta es una forma crítica en la que una agenda económica tan
nueva diferiría del socialismo más tradicional, que tiende a favorecer la
autoridad centralizada y la propiedad estatal. Por ejemplo, en lugar de
depender de los gobiernos federales o provinciales para los elementos
esenciales cotidianos, como la energía, la vivienda asequible y el transporte
público, los municipios deberían establecer corporaciones que sean propiedad de
los residentes y que rindan cuentas ante ellos para proporcionar estos
servicios.
En España, el País Vasco
ofrece un ejemplo de cómo podría ser una economía más democrática. Allí, la
Corporación Mondragón, creada en 1956 por graduados de una universidad técnica
para proporcionar empleo a través de cooperativas de trabajadores, se ha convertido
en uno de los diez grupos empresariales más grandes y el cuarto mayor empleador
en España, con cientos de empresas y filiales diferentes y más de 75,000
trabajadores. Las cooperativas operan en una variedad de sectores, incluyendo
banca, bienes de consumo e ingeniería. Están configuradas no solo para obtener
ganancias sino también para lograr un objetivo social o ambiental específico.
Son propiedad y están a cargo de las personas que trabajan para ellas en lugar
de inversores externos; y sus estructuras de gobierno aseguran que los miembros
tengan un interés en las organizaciones y compartan la riqueza que crean.
Los fideicomisos de tierras
comunales en el Reino Unido proporcionan otro ejemplo. Las calles Granby Four en Liverpool, y London Community Land Trust, en el distrito Mile End,
proporcionan viviendas asequibles a sus comunidades locales comprando tierras
del sector privado y convirtiéndolas en propiedad de la comunidad. El
fideicomiso construye viviendas asequibles que vende o alquila a residentes
locales a precios reducidos. Un bloqueo de activos evita la reventa de la
tierra, lo que garantiza que las viviendas seguirán siendo asequibles.
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